martes, 14 de abril de 2009

Phineas Gage

Voy a contaros una historia, triste y a la vez con un gran significado para las ciencias cognitivas. Es la historia de Phineas P. Gage, un joven capataz de construcción norteamericano cuya vida cambió por completo en el verano de 1848.

Gage trabajaba para una compañía de ferrocarriles. Tenía a su cargo una numerosa cuadrilla cuyo trabajo consistía en tender una nueva vía a través de Vermont. No era un trabajo fácil, ya que el terreno era accidentado y lleno de roca dura, de modo que había que hacer volar las rocas para ir abriendo camino. Pero Phineas estaba perfectamente cualificado para el trabajo. Se trataba de un joven atlético y hábil, fuerte y sano. Sus jefes tenían confianza plena en él, aseguraban que era su trabajador más eficiente. Era metódico y muy competente.

Todas esas cualidades eran necesarias para el trabajo que estaba desempeñando, especialmente por lo peligroso que resultaba preparar las detonaciones de las rocas. Había que seguir los pasos de manera ordenada, puesto que un error podía pagarse caro. En primer lugar había que perforar un agujero en la roca, que se rellenaba hasta la mitad con pólvora. Se insertaba una mecha y la pólvora se cubría con arena. Después se apisonaba la arena a golpes efectuados con una cuidadosa secuencia, usando una vara de hierro. Por último se encendía la mecha. Si todo se había hecho correctamente, la pólvora explotaría dentro de la roca, sin proyectar la explosión hacia el exterior, gracias a la protección de la arena. La forma de la vara de hierro y la manera de manejarla también era muy importante, hasta el punto de que Gage tenía su propia vara hecha por encargo de manera muy específica. Sin duda era un verdadero profesional.

Pero en una aciaga tarde de aquel verano, la vida de Phineas Gage tomó un brusco e inesperado giro. Nada volvería a ser igual cuando, preparando la detonación de una de las rocas, Gage se despistó un instante por la llamada de alguien que tenía detrás. Al volver su atención a la roca, no se dio cuenta de que su ayudante aún no había puesto la arena, y empezó a golpear con su barra de hierro. Esto provocó chispas en la roca y la carga le explotó en la cara.

La barra de hierro penetró por la mejilla izquierda de Gage, perforó la base del cráneo, atravesó la parte frontal de éste y salió a través de la parte superior de la cabeza, aterrizando a más de treinta metros.

Pero, para sorpresa de la cuadrilla, Phineas Gage no estaba muerto. No sólo eso, sino que además hablaba. Sus hombres le transportaron en una carreta hasta un hotel. Viajó sentado, y cuando llegaron bajó con sólo un poco de ayuda. Allí le atendió el Dr. Edward Williams, quien le trató la herida, ante la sorpresa de que Gage hablaba con absoluta normalidad, relatando su accidente de manera racional y ordenada.

La herida se complicó con una infección, pero fue tratado por su médico, el Dr. John Harlow, y en menos de dos meses se consideró que Gage estaba curado: su recuperación fue completa, a excepción de una pérdida de visión en el ojo izquierdo. Pero por sorprendente que fuera sobrevivir a una herida así, lo más increíble del caso era lo que iba a suceder después.

Phineas Gage ya no era la misma persona. Y no lo digo en sentido figurado, o refiriéndome al hecho de que una experiencia tan traumática cambia a cualquiera. El amable y trabajador Gage, extremadamente responsable y meticuloso, con aspiraciones de futuro y respetado por todos los que le rodeaban, ahora era, según el Dr. Harlow:
Irregular, irreverente, cayendo a veces en las mayores blasfemias, lo que anteriormente no era su costumbre, no manifestando la menor deferencia para sus compañeros, impaciente por las restricciones o los consejos cuando entran en conflicto con sus deseos, a veces obstinado de manera pertinaz, pero caprichoso y vacilante, imaginando muchos planes de actuación futura, que son abandonados antes de ser preparados.
Incluso se aconsejaba a las mujeres que evitaran pasar mucho tiempo con él, por la extrema obscenidad de su lenguaje. Las personas cercanas a él ya no lo reconocían. Sus jefes tuvieron que despedirle. Estuvo trabajando en diversas granjas de caballos, incapaz de mantener un empleo estable durante mucho tiempo. Más tarde vino su carrera como atracción de circo, rodeado de enanos, mujeres barbudas y otros freaks. La gente iba a verle a él y a la barra que le atravesó el cráneo, de la que, al parecer, Gage nunca se separaba.

Continuó con sus trabajos precarios en granjas desde Sudamérica a San Francisco, ciudad en la que encontró un hueco entre los vagos y maleantes, trabajando a ratos como jornalero y a ratos armando jaleo en tabernas de mala muerte. Así fue como pasó Gage sus últimos días, puesto que en estos últimos tiempos empezó a desarrollar ataques epilépticos. El último de ellos fue tan fuerte que Phineas llegó a perder el conocimiento entre convulsiones contínuas que se sucedieron hasta su muerte, a los treinta y ocho años, en 1861.

El caso de Phineas P. Gage ha llegado a convertirse en todo un lugar común en el estudio de la mente y el cerebro. Fue quizá el primero que sugería que daños en el cerebro pueden llevar a cambios en la personalidad y el comportamiento. Aún más, arrojó alguna luz sobre la localización en el cerebro de aspectos tales como la capacidad de planificar el futuro o el sentido de la responsabilidad. Y por supuesto, para la reflexión filosófica es interesante ver cómo las lesiones cerebrales de Gage llevaron a un cambio no sólo en su forma de pensar sino en su moral.

Fuentes:

Antonio Damasio, El error de Descartes, Crítica, 2006.